Amigo
bienvenido por mis versos
Al poeta Jorge Bustos
Barbudo grandulón y bonachón
poeta admirador del Che Guevara
fanático de Agüero y de Neruda
café con leche por las madrugadas
poeta introvertido que se anima
a repartir canciones que pretenden
sanar las nanas de un niño que duerme
en la vereda de una plaza pública
tu voz ha renacido de las flores
tu profunda mirada - tus dolores
tus pasos largos como mis batallas
amigo bienvenido por mis versos
poeta de San Luis (poeta inmenso)
metonimias de un río de sonetos
Poema extraído del
libro Pomas de amor para una olla vacía, ediciones madera y verso, Luis
Vilchez, año 2008
Jorge Bustos, poeta, escritor y músico popular de San Luis es uno de esos hombres inmensos con alma de niño. Sensible al hablar, profundo en su mirada. Uno siente que se va ha desvanecer cuando habla tan apasionadamente de su amante: la poesía. Unos siente que él tiene la “pretensión de ser poeta”. Si buscamos el origen de esta intención, lo encontraremos en su padre, hombre de pan y de trabajo que les inculcó a todos sus hijos el arte, como una forma de soportar, gozar y discutir el mundo. Gran lector, su viejo lindo, formó pájaros cantores. Una de esas aves es el Jorge.
Bueno, sin muchas pretensiones de
profundizar con mis palabras la voz de este poeta, que forma parte de las filas
de la Revista Cultural
Latinoamericana (Guturalmente hablando) “El Viento”. Nacido en San Luis, pero
que es del universo. Les convido algo de su hermosa obra.
Juana Koslsay, San Luis, Argentina, mate en mano, sábado primero de abril de 2016
Si terito, fue un golazo
A los partidos
importantes, los miraba desde afuera. Es que no se podían dar el lujo de jugar
con uno menos. Porque incluirlo en el equipo era eso, jugar con uno menos. Que
no fuera uno de los once les causaba una profunda pena, pero, para defender el
honor del barrio, había que jugar con los dientes apretados, poniéndola con
fuerza, yendo a todas las pelotas como si fuera la última, sin compasión, casi
con odio.
Rubén Darío en
uno de sus cuentos dice: “la fecundidad es una maldición en el vientre de las
mujeres pobres”. Y esa maldición estaba en el vientre de la madre de Jacinto.
Tubo muchos hijos, pero sus senos eran dos cavidades vacías, de las que
inútilmente los niños succionaban para calmar el hambre. Entonces ¿qué fuerza
podía tener Jacinto? ¿Cómo podía ir a buscarla arriba y meterse al área con
coraje, si sus frágiles piernas descarnadas milagrosamente lo mantenían parado?
Estaba condenado a mirar de afuera con la tristeza de un ángel de alas
mutiladas. Estaba señalado por el dedo de algún dios perverso a transitar la
infancia, pero no a vivirla. Y es así que a los partidos importantes, siempre,
pero siempre los miraba de afuera.
Dicen que los
niños con hambre se quedan en el tiempo; como si en su interior habitara una
criatura eterna. Será por eso que a pesar de sus diez años, cuando sonreía, lo
hacía como si recién descubriera la sonrisa.
Nació en
invierno y nunca tuvo primavera.
En cualquier
época del año, se lo veía casi mecánicamente limpiarse la nariz con el puño de
su abrigo, mientras su cuerpo acurrucado se parecía a un capullo sin la
decisión de abrirse.
Nació en
invierno y un seis de julio cumplió los once.
Los niños del
barrio habían desafiado para ese día al rival, que ya consideraban enemigo,
contra quien se jugaba a cara de perro, con las tripas hirviendo. Esta vez no
se podía perder, había que dejar todo: el pellejo, la sangre, la vida. Todo.
Absolutamente todo. No se podía perder, porque en este partido jugaba Jacinto.
Durante mucho
tiempo habían ido juntando moneda por moneda, a las cuales a través de una
ranura las iban depositando en un tarro. En ese tarro había un dibujo de un
nido con unos pájaros que representaba la marca de una leche muy conocida, que
los padres daban a sus hijos para que se criaran fuertes. La madre de Jacinto
no le pudo dar esa leche, ni tampoco la de sus senos; por eso careció de la
fuerza necesaria para que a los partidos importantes no los mirara desde
afuera.
Fueron juntando
moneda por moneda. Se ofrecían a los vecinos para hacer los mandados con la
esperanza de la propina. Los centavos que recibían de los padres para la
golosina de la escuela terminaban pasando por la ranura, provocando la misma ansiedad
que en el sediento, las diminutas gotas de agua que caen en el cántaro. Todas
las monedas que llegaban a sus manos ya tenían un destino: el tarro.
Había que llegar
un día antes, o, a lo sumo, a la mañana bien temprano del día determinado, con
la plata necesaria. Y así fue. Después de un largo tiempo, juntaron la plata
necesaria. A la mañana temprano partieron hacia el centro con el tarro bajo el
brazo.
- Un par de
botines Sacachispas.
- ¿Qué número? –
Preguntó el vendedor, mientras los miraba con ternura, recordando talvez un
tiempo ya remoto.
La pregunta fue
desconcertante ¿Qué número calzaba el “terito”? (Terito por sus canillitas flacas)
- Treinta y
siete - dijo uno de ellos -.
Ante la mirada
interrogante de los demás, éste, mirando con seguridad a quien los atendía,
para que no quedaran dudas, les dijo: “yo le doy mis zapatillas viejas”.
Ya confirmado el
número, retiró de los estantes la caja con los botines a los cuales sacó de la
misma para verificar si se encontraban en ella los dos cordones. Cuando estaba
por introducirlos nuevamente, uno de los niños tomó uno entre sus manos y se lo
llevó hasta su nariz para percibir con los ojos cerrados el olor a goma nueva.
Esto provocó, tanto en sus amigos como en el vendedor, una espontánea
carcajada.
Mientras vaciaba
la improvisada alcancía sobre el mostrador, dijo: “cuente”.
El hombre se
detuvo observando las monedas que destellaban como pequeños soles. Al levantar
la vista, con cierta curiosidad le preguntó:
- ¿Por qué
tantas monedas?
- Hoy cumple los
once el Jacinto y queremos regalarle los botines
Miró a lo lejos
a través de la vidriera y quedó en silencio, mientras los niños trataban de
adivinar lo que pensaba. Luego amontonó las monedas con las dos manos y las fue
depositando nuevamente en la alcancía, con el cuidado de quien pretende que no
se apaguen los pequeños soles que habitan en el cosmos de la infancia. Puso la
caja sobre el tarro y, sin mirarles a la cara, les dijo: “las monedas son para
el chocolate”. Ya los niños se retiraban cuando el hombre los detuvo con un:
“esperen”. Alargando la mano y procurando ocultar la humedad de sus ojos, les
alcanzó lo que faltaba: un par de medias.
El partido era a
media mañana, se habían congregado al costado de la cancha, y esperaban con
inquietud a Jacinto que, como nunca, aún no había llegado. Las miradas se
dirigían hacia la dirección por donde habitualmente aparecía, que era a través de
un sendero que terminaba detrás de uno de los arcos.
De pronto lo
vieron, como siempre, contraído por el frío y la permanente actitud de
limpiarse la nariz con el puño de su abrigo.
Se arrimó al
grupo con una tímida sonrisa, mezcla de incertidumbre y esperanza. Incertidumbre por no saber si se
acordaban de que era seis de julio, y esperanza de que si eso ocurría, que
tuvieran en cuenta la fecha, al menos alguien
le diera un abrazo, o una simple palmada. Solamente eso, nada más que
eso. Si hasta de su madre no pretendía más que la ternura de un beso.
Pero no fue
alguien. Fueron todos. Hubo besos, abrazos, palmadas. Hubo risas, un asomo de
lágrimas, un odio entrañable a la miseria, pero también la certeza de un amor
inquebrantable.
- Terito, acá
tenés los botines y las medias; esta vez les jugamos a muerte.
Por las
piernitas flacas de Jacinto, se enarboló un estremecimiento que recorrió todo
su cuerpo. Solamente el canto de un gorrión imprudente interfería el silencio,
mientras su mirada buscaba en la de sus amigos la explicación de lo que estaba
sucediendo. Sus manos temblorosas, un tanto por el frío y otro tanto por la
emoción, retiraron de la caja los botines que ya los niños habían abrochado,
porque sin dudas él no sabría hacerlo. Curiosamente, luego de contemplarlos,
como quien contempla alucinado a esa colorida mariposa que siempre soñó tenerla
entre sus manos, se los llevó hasta su nariz, también como su amigo, para
percibir con los ojos cerrados el olor a goma nueva. Esta vez no hubo
carcajadas, sólo una sensación extraña que los obligó a tragar saliva para
aliviar el ardor de la garganta. Inmerso en una incredulidad sin límites, con
voz casi inaudible, preguntó:
- ¿Son pa’ mí?
Tito, simulando
no haber escuchado la pregunta, lo apuró diciendo:
- Ponételos que
ya empezaron a llegar los otros.
Jacinto se puso
las medias y se las subió hasta las rodillas, pero al ver que se deslizaban
hacia abajo por sus canillitas flacas, como dos banderas derrotadas, con una
sonrisa resignada dijo.
- Nimporta, me
la’to con una piola.
El partido, como
todos los partidos de potrero, terminaba cuando se alcanzaba cierta cantidad de
goles, que previamente se establecía. Esta vez lo pactaron a siete. Era fin de
semana y no había que pensar en ir a la escuela.
Jacinto no
estaría desde el comienzo porque no se podía dar ventaja. Había que asegurar el
triunfo. Si la cosa estaba fácil, entraba, pero sino tendrían que esperar el
momento propicio para hacer el cambio. No iba a ser fácil, como nunca lo fue.
Era un rival duro, que por lo general se alzaba con el triunfo y no quedaba más
que masticar la bronca hasta el día de la revancha.
Aunque la
intranquilidad, los nervios, las dudas estaban en cada uno de ellos, esta vez
no se podían ir con la victoria. Si eso sucedía, serían los artífices de una
tristeza más en la vida de Jacinto, y sobre todo en un día tan significativo
para él. Había que ganar. Se iba la vida en ese intento.
Y llegó el
momento. Al comenzar el partido, los excesivos latidos de sus pequeños
corazones aceleraban la sangre de tal manera que, a pesar del frío, la alta
temperatura de sus menudos cuerpecitos se manifestaba en el color casi bermejo
de sus caras. Pero con eso no alcanzaba. A los pocos minutos empezó a
manifestarse la superioridad de los rivales. No los podían parar. Entraban con
facilidad y en más de una ocasión tuvieron la oportunidad de festejar la
apertura del marcador, como en casi todos los partidos anteriores. La
desesperación provocaba gritos de aliento, como para recordarse que la derrota era
imperdonable, que había que quedarse con el triunfo; aunque eso,
lamentablemente, no era fácil. Todo lo contrario, era difícil, casi imposible;
y el primer gol fue para ellos, luego el segundo y también el tercero, y la
desesperanza comenzó a jugar en contra, la incipiente resignación a quitar
fuerzas, y ya se presagiaba como en tantas otras veces el sabor amargo de un
nuevo fracaso. Todos los intentos, morían en intentos. La pelota era totalmente
ajena y comenzaba a manifestarse en el toque displicente, que ya tenían el
triunfo asegurado.
Pero de pronto,
se escuchó, como se escucha desde la costa la voz endeble de aquel
sobreviviente de un naufragio:
- ¡Vamo muchacho!
La pequeñita voz
de Jacinto; tan pequeñita como su vida, tan pequeñita como sus breves momentos
de alegría.
Y eso bastó, fue
suficiente. Su pequeñita voz fue como la voz de mando, que precede al combate
en los campos de batalla. Desde entonces la pelota ya no era tan ajena. Desde
ese mismo instante comenzaron a disputar cada jugada como pequeños gladiadores.
A los pocos minutos vino el descuento y la esperanza los invadió de golpe como
un torrente incontenible. Estaban en cada espacio del potrero, en donde la
pelota era una presa con la que se debían quedar para calmar el hambre de
victoria; esa victoria que dejaba de ser un sueño inalcanzable porque el
segundo se metió por donde el arquero nunca llega; y porque Jacinto agitaba sus
brazos y su pequeñita voz les calaba en el alma y ahí nomás, casi como un
suspiro, el empate les abrió la puerta de la hazaña y la algarabía comenzaba a
tener identidad de gloria.
Sin embargo, no
estaba todo definido; los contrarios paulatinamente salieron del asombro, y
volvieron a tener el control de la pelota. Un par de jugadas bien precisas y ya
estuvieron nuevamente con dos tantos
adelantes. El desaliento quiso instalarse en ellos, pero los gritos de Jacinto
lo espantaron, como quien espanta un pájaro siniestro. Y así fue transcurriendo
el partido. Por un lado el manejo del buen fútbol, por el otro, una promesa de
triunfo.
En un momento
dado llegaron al borde del abismo, porque después de haber alcanzado el empate,
los rivales convirtieron otro tanto, quedando sólo a uno de lo que habían
pactado. Y el terito, siempre el terito; con ese aliento tan necesario como lo
es el viento para henchir las velas y darle movimiento al barco; ese aliento
que los llevó estoicamente a quedar también a un sólo tanto de alcanzar la
gloria, esa gloria que quedaría para siempre en sus memorias, pero
especialmente en la de ese frágil y diminuto guerrero de canillitas flacas.
Jacinto ya era
uno de los once, porque a pesar del dramatismo del partido, la decisión fue
unánime. Era cuestión de cara o seca. Por indicación de Tito se paró cerca del
arquero, con la misión de estar totalmente atento. Los últimos minutos era como
transitar por una elevada y estrecha cornisa, porque el riesgo estaba en los
dos arcos, provocando alivios por momento y por momentos alegrías truncas.
En un pasaje del
partido, apelando a la superioridad de siempre, los adversarios entraron con
pelota dominada dejándolo sólo al delantero frente al arquerito, el que, un
poco por talento y otro por intuición, se quedó con ella, que entraba al ras
del piso pegada al palo izquierdo. Entonces Tito la pidió con autoridad, con
bronca, como la piden los caudillos. El arquerito, inclinando su cuerpo hacia
la derecha, le pegó con la cara externa de su pie izquierdo; a lo Gatti y con
la precisión de Gatti. La pelota pareció anidar en el pecho de Tito, que luego
la bajó para hacerla correr hacia el costado de la cancha, con la intención de
llevarse la marca, y de esa manera despejar espacios. Levantó la cabeza y
comprobó que el terito estaba próximo al arquero. Un marcador le salió al
encuentro, pero amagó hacia la línea y con su pierna más hábil enganchó para el
centro de la cancha y volvió a levantar la cabeza para mirar a Jacinto. Otro le
fue abajo a manera de tijera, pero él ya la había adelantado punteándola con su
botín derecho; y ya se sintió imparable, porque una misteriosa voz desde su
interior le decía: “vamos, hacelo por Jacinto, por su nariz paspada, por sus
canillitas flacas, por sus días de invierno y mucho frío”; entonces hizo un
caño y lo miró nuevamente. “Vamos Tito, hacelo porque hoy cumple los once y
sería su mejor regalo, como el regalo que no le pudo dar su vieja. Vamos te
queda solo el arquerito”; le amagó decididamente al palo derecho y éste se jugó
con alma y vida; pero como lo hacen los grandes, la mató con la izquierda y con
la derecha la tocó mansamente hacia los pies de Jacinto, quien después de un
instante de duda, que parecía infinito para la ansiedad de todos, la empujó con
su débil aliento para que comenzará a rodar tan lentamente como una rueda
primitiva. En ese instante dejaron de latir los corazones; la sangre detuvo su
curso, y los rostros palidecieron, así como en las noches al escuchar relatos
de fantasmas. Todo pareció detenerse en el tiempo. Sólo la pelota rodaba con
pesadez, con agonía. Pero rodaba y rodaba y la ansiedad se acrecentaba, y el grito
era un estallido demorado, pujando en las gargantas. Jacinto, contraído, ya no
por el frío, sino por la emoción tantas veces reprimida, la vio trasponer la
línea para morir en el territorio de la gloria.
El silencio se
prolongó por un instante; por ese instante que tarda en descorrerse el cerrojo
para darle libertad a esa felicidad por mucho tiempo encarcelada. Todos
corrieron hacia Jacinto impulsados por la euforia, mientras él, pequeñito
Cristo de bracitos abiertos, era una conjunción de lágrimas y risas; conjunción
de un ayer entristecido y un presente de alegrías. Sus ojos decían lo que su
diminuta voz, ahogada por el llanto, no podía; por eso su mirada repartida en
retazos tenía la intención de proclamar su sueño mil veces postergado.
Tito, apartado
del tumulto, se hallaba de rodillas con el rostro reposando sobre el polvo y
las palmas de sus manos hacia abajo. Era
el fiel reflejo de esos monjes que veneran su dios en los templos orientales.
Pero si su actitud era de veneración, sin duda veneraba ese dios futbolero que
tiene su trono en los potreros. Jacinto después de tanta algarabía, después de
que su casi inexistente fuerza lo había abandonado, tomó conciencia de que le
faltaba algo. Se alejó de sus compañeros y se dirigió hacia Tito que aún de rodillas
lo esperaba con los brazos abiertos.
Entonces sí,
llegó el momento de coronar esa dicha que, por primera vez en su martirizada
infancia, tuvo la piedad de residir en él como una extraña y encantadora
habitante.
Una vez frente a
frente se fue inclinando hasta quedar también de rodillas, para terminar en un
estremecido y conmovedor abrazo.
Los gritos de
júbilo fueron callando uno a uno, hasta que un silencio, como el que le da
solemnidad a los ritos ancestrales, los llevó a ser inmóviles espectadores de
un acontecimiento que sellaría para siempre, en las páginas del recuerdo, las
imágenes más elocuentes de la gloria.
Con el
transcurrir de los minutos todo volvió a su cause natural, como ocurre siempre
después de haber vivido con intensidad algo tan significativo. Convocados en el
centro de la cancha comentaban sucesos del partido, de los que por primera vez
tuvo participación Jacinto. Tito, en un momento dado, como quien estuvo a punto
de olvidar un recado, casi gritando dijo:
- Muchachos, mi
vieja nos espera con churros y chocolate.
Todos
respondieron con un sonoro e infantil aplauso, y partieron encolumnados
llevando consigo las huellas del cansancio. Jacinto se limpió la nariz con el
puño de su abrigo, y después de mirarse los botines preguntó:
- Tito, fue un
golazo ¿No?
- Sí terito, fue
un golazo.
En ese momento
el sol se ocultaba detrás de un manto gris que comenzaba a cubrir el cielo. Le
pasó el brazo al rededor del cuello en manifestación de cariño, pero seguro,
también, para protegerlo del frío.
Imagen de la publicidad de "Un mundo número cinco", cuentos de fútbol. Libro número 19 de Ediciones Libros de la Calle. Año 2016. último libro publicado por Jorge.
Alguna vez me han preguntado, porque a mi
primer libro de poesías lo llame Pájaros Leves; y debido al concepto que tengo
de las mismas, he respondido que ellas son pájaros liberados. Pájaros que despliegan
sus alas en el corazón conmovido del poeta - o de aquel que intenta serlo,
como es mi caso - y como dice mi hermano en el prólogo “Salen a volar
mensajerías de amor, mas allá de todas las distancias”.
Y estos pájaros han vuelto a habitar y
desplegar sus alas en el cielo de mi vida, para luego partir hacia no se que
distantes latitudes.
Estas poesías, o estos pájaros/poesías
son los que conforman el presente poemario.
Cuanta verdad encierra Musset en sus
palabras al decir: “La poesía esta en el alma, como el ruiseñor en el ramaje”.
También podemos decir que con los ojos
del alma, basta observar un crepúsculo otoñal, una calle solitaria, un prado
en primavera, como solo es suficiente pronunciar el nombre de la mujer amada, o
convocar en el recuerdo a las que hemos amado, para que la poesía llegue hasta
nosotros estremeciendo nuestro sentimiento.
Ella está, ella vive y seguirá viviendo
mientras haya pechos palpitando, porque bien sabemos que: “El arte hace versos
pero sólo el corazón es poeta.”
Vive
Yo, digo que no, porque lo he
visto
en
la menuda estatura de los niños,
que
la vida les cambió la risa
por
el triste canto de un gorrión enceguecido.
porque
lo he visto encaramado en los andamios
Como
queriendo atrapar en las alturas
la
negra mariposa del salario.
Porque
lo he visto en los andenes
morada
compartida por ancianos.
Porque
lo he visto en la ansiedad de esas mujeres
que
en el puerto esperan al hombre de la casa
que
traiga entre sus redes
el
plateado pan de la jornada.
Porque
lo he visto roturar la tierra
con
manos callosas asidas al arado.
porque
lo he visto en las estibas.
Porque
lo he visto en las hachadas.
Porque
lo he visto en la vergüenza
de
la joven prostituta llevando en bagaje
la
mercancía del amor amargo.
También
lo he visto lejos de mi tierra
lo
he visto en el dolor de Sarajevo.
Lo
he visto en el hambre de las villas brasileñas.
Lo
he visto en Biafra de oscuro rostro
y
oscuro sufrimiento.
Lo
he visto en Chiapas y su reclamo indígena
y
en todos los lugares donde la libertad se busca.
Tal
vez si algún día cuando se duerman los cañones
y
se callen fusiles y metrallas
y
vuelva a renacer la risa de los niños
y
retornen los pájaros a los campos de batalla
y
no existan opresores ni oprimidos
y
sea cada hombre catedral de razas
yo
lo vea pasar calladamente
buscándole
descanso a su sangre dolorida
entonces
si, podré decir
que
el Comandante ha muerto.
Declaración jurada y poema aportados
por Jorge Bustos para el libro Las Hojas Compilación de Testimonios, notas, poemas, cuentos,
crónicas varias, de escritores de la década del 60 y 70 que publicaron en la Editorial Papeles
de Buenos Aires, Ediciones La
Pluma y La
Palabra dirigida por el poeta Roberto Santoro y
escritores que han publicado en la Revista Cultural Latinoamericana (Guturalmente
hablando) El Viento dirigida por la escritora Mónica Algarbe y el poeta Luis
Vilchez., año 2010, Colección Libros de la calle
I
Quiero intentar el verso,
y como el pescador
despliego mis redes
en el mar de las palabras,
pero solo recojo las páginas
calladas del silencio.
Quiero intentar el verso,
y huelo mis manos,
también mi lecho,
busco en mis labios el néctar de tu cuerpo,
pero todo es inútil
solo encuentro silencio.
Quiero intentar el verso,
y así, como el minero solitario
yo voy abriendo túneles
hacia las entrañas del recuerdo,
pero todos me llevan,
inexorablemente,
al reino del silencio.
Quiero intentar el verso,
y en el intento me descubro,
como una extraña guitarra
con cuerdas de silencio.
II
Ayer,
tan sólo ayer,
se abrieron corolas como un cáliz
y fue más verde ,
el verde de la hiedra.
Izó la flor por el frágil tallo
su bandera roja
y en el mar vegetal de los jazmines
sus blancas velas desplegaron
diminutos barcos perfumados.
Ayer,
tan sólo ayer
mi jardín celebró tu lluvia
vistiéndose de primavera.
III
Ámame hoy,
como ayer me amaste.
Mañana,
sígueme amando,
y así,
que tus días lleguen a mi vida,
como al solitario acantilado,
las olas infinitas.
IV
Mantengamos encendida
nuestra lámpara,
la noche no es eterna.
Tampoco el invierno es infinito,
el verano llegará con las espigas.
Retornará la lluvia
llenando nuestro cántaro,
y la sed,
será un fantasma del pasado.
Limpiemos el camino
de espinas y guijarros,
y sigamos andando.
No desesperes y aguardemos.
Entonces, cuando haya llegado
el ocaso de la noche
y sepultado sea
el invierno por el trigo,
nuestro cántaro,
el aposento de la lluvia
y el camino - Ahh…el camino
tentación de distancias -
tomados de las manos
caminaremos descalzos por el mundo.
31 de enero de 2016, festejando el cumpleaños de Luis Vilchez. Bustos nos convida el hermoso gesto de cantar cosas del alma.
V
Para decir amor
basta escuchar tu risa,
que trepa, se propaga,
y se expande por el viento
como el cantar de un viejo campanario.
Para decir amor
sólo te pienso,
y descubro en mis labios
un dejo de tu boca,
y tu piel anda en mis manos,
suave, tibia,
como una brisa estival
que me estremece.
Para decir amor
es suficiente,
saber que vienes a mi encuentro
para combatir en mí
todas las tinieblas,
porque en tí traes el sol…
Toda la luz del universo.
VI
Y tuvieron que callar,
porque vieron florecer los durazneros,
y teñirse de rojo los manzanos.
Porque vieron el cielo surcado por las aves
y en la tierra las espigas
de luminosos trigales.
Porque vieron tus ojeras y las mías,
testimonio que deja
una noche de amor en primavera.
Y tuvieron que callar,
guardar silencio,
los que auguraron nuestro destino yermo
con sus lenguas de arena.
31 de enero de 2016, festejando el cumpleaños de Luis Vilchez. de izquierda a derecha Jorge Bustos, Roberto Clark y Luis Vilchez. Siempre presente el convidar poesía.
VII
Hoy, navegan estrellas
por mi sangre
y tengo la luna en mis pupilas.
El sol mañana será mío,
como también el viento,
mariposa,
todos los pájaros…
Acudirá a mi casa, Neruda,
con sus versos,
y me hablará de astros,
de un corazón en calma,
de la hora del crepúsculo,
de una canción desesperada.
Yo, pulsaré de nuevo
la guitarra
y será mi canto
un sentimiento estremecido.
Cuánto amor,
cuánta alegría,
cuánta dicha inmensurable,
cuando ella ,
me anticipa su llegada.
VIII
Cuando llegue ese día,
yo cerraré mis ojos.
Mis oídos ajenos estarán
a tus palabras,
no percibirá mi olfato
tu perfume de mujer silvestre.
Solo mis manos recorrerán tu cuerpo
como si lo modelara un alfarero ciego.
Cuando llegue ese día
mi lecho será la fragua
y tu cuerpo con el mío
el leño para que ardan
las llamas del delirio.
Cuando llegue ese día.
¡Que interminable espera!
¡Ah!...
Cuando llegue.
IX
Desnuda.
Como las pupilas
después de un largo sueño,
como la palabra cuando rompe
las cadenas del silencio,
como una lámpara,
una lágrima,
como un meteoro en el espacio.
Desnuda, bien amada.
Así te quiero.
Desnuda.
Hasta lo más profundo de tu alma.
X
Ven, no te vayas,
porque si lo haces,
dime que haré
con lo que tengo para darte.
Que haré con estos ojos
cuando sean dos pájaros en celo
y quieran posarse
en el árbol desnudo de tu cuerpo.
Que haré con estos labios
cuando sedientos de amor
reclamen tu cántaro de besos.
Que haré con mi nostalgia
cuando llegue la noche
y sea un páramo mi lecho.
Que haré con el vino, el pan y las manzanas,
y qué con mi guitarra
cuando no suene para tí
frente a mi hoguera.
Ven no te vayas…
si se desborda el amor en esta casa.
Jorge con el poeta Gabriel Rosales, presentando el libro La Huella en ningún Lado, poesía. La parte de Bustos se tituló Abril.
XI
Si tú te vas,
de sal serán mis ojos.
La noche hundirá también en ellos
su espada de infinita niebla
hasta mutilar el mástil
de mi bandera diurna.
La oscuridad trepará
a mis pupilas
como por el muro trepa
el musgo del olvido.
Si tú te vas,
si me abandonas,
déjame aunque sea,
la triste luz
de tu luna encarcelada.
XII
Y nada será igual
cuando en mi pecho anide
el dolor de tu partida.
Ya no serán las mismas calles.
Las hojas que caigan en otoño
no harán tañir las cuerdas
sensitivas de mi alma.
Ya nada me dirá el sol en agonía,
ni la noche, cuando comience
a parirle al cielo sus estrellas.
Ni las plazas solitarias.
Ni la primavera con su preñéz de pájaros
Que distinto será todo,
que gris la vida.
Que extraño será el mundo,
cuando ya vencido
encuentre el adiós en tu mirada.
XIII
Un silencio cósmico
cae sobre el mundo.
El viento no cabalga su caballo alado,
por eso los árboles
con su sed de brisa, parecen abstraídos
en verdes pensamientos.
Nada rompe la noche,
ni presurosos pasos,
ni el canto inadvertido de un pájaro nocturno.
Nada.
Pareciera que todo carece de sonido,
que de todas las bocas
huyeron las palabras.
El silencio camina,
se mueve sigiloso,
como el andar de un felino al acecho.
El silencio con su rostro de ausencia,
me hiere,
me mata,
y en esta hora de muerte,
no te tengo conmigo.
XIV
Penumbra.
Lucha en que mi luz quiere triunfar,
y tu oscuridad quiere abatirme.
Penumbra.
Palomas claras que vuelan de mis ojos,
pájaros oscuros que vuelan de los tuyos.
Penumbra.
Ventana abierta en la morada que yo habito,
en tu alcoba no vive la llama de tu lámpara.
Penumbra.
Soy intención de sol.
Tú, intención de eclipse.
Penumbra.
XV
Y si aún a tu lado
me presientes distante,
y quieres rescatarme
de mi antigua tristeza,
suelta al viento tu son de campanario
para que vuelen al instante
los pájaros dormidos de mi alma.
Si ves que al mediodía
la oscuridad me envuelve,
devuélveme la luz
con tu invasión de estrellas,
o ízame a la torre
donde el sol incendia tus cabellos.
Si un día ves mis pasos
avanzar a tientas,
y mis manos temblorosas
como dos palomas ciegas,
simplemente dí mi nombre,
y sabré donde te encuentras.
XVI
Yo, y esta muda
soledad que me acompaña.
Sólo el viento
de lenguaje transparente,
deja en mi ventana
sollozos de violines.
Él, por escucharlo me agradece,
yo, porque me olvido de tí
por un instante.
XVIII
La luna, inmutable pupila.
Los pinos, gigantes lanzas de guerreros
con la loca intención
de desangrar el infinito.
Un grillo, juglar nocturno
que canta su misterio.
Seres solitarios, hermanos de la noche.
Una lejana melodía.
Yo, y esta quieta tristeza
que tienen las plazas desoladas.
Todo es como siempre,
pero ella…
ya no está conmigo.
XVIII
Anochece.
El sol no soporta el peso de sus parpados,
y de oscuro se visten
las calles y las casas.
Hay un dejo de tristeza en todo lo que existe.
Anochece.
Estoy solo.
Mi guitarra se ha dormido,
y en silencio la tengo entre mis brazos,
temeroso a que despierte
en nostálgicas melodías.
Anochece.
Se han muerto los sonidos,
como ha muerto mi esperanza
de escuchar el preludio de los pasos
anunciando su llegada.
Anochece y estoy solo.
También en mi, hay un dejo de tristeza.
XIX
He perdido todo.
Nada tengo.
Vacía esta mi alma
como el andén
cuando hay trenes que se marchan.
Te fuiste.
Se agiganta tu ausencia en mi nostalgia.
Por tu adiós,
de lluvia son mis ojos,
una débil llama en el viento
mis palabras,
tempestad es mi vida,
y yo un velero ciego
que busca un puerto de luz
donde soltar amarras.
XX
Yo se, que en ese día,
estarán ausentes las palabras,
que morirán las melodías,
que partirán en silencio los poetas,
que callarán los pájaros su canto.
Todo me será, dolorosamente ajeno.
Las calles,
las plazas,
la luz del mediodía,
y mas tarde, el crepúsculo sangrante.
Todo.
Yo se que partirás como esa nave
que indiferente se aleja de los muelles
donde en un adiós
agonizan los que aman.
Partirás.
Y no solo tu adiós
se quedará conmigo,
lo hará también el eco de tus pasos
como una triste canción
muriendo en la distancia.
XXI
Adiós.
¿Qué significado tiene esta palabra?
¿Por qué se dice?
¿Cuándo es transitorio?
¿Cuándo es para siempre?
¿Cuándo anida la esperanza de un regreso,
y cuándo un navegante
transitando el mar de la desdicha,
para quemar su nave en otro continente?
¿Cuándo el adiós es una bestia mortalmente
acorralada, y cuando una bestia
ganando la selva enmarañada?
Adiós.
¿Qué significado tiene esta palabra?
Ella me lo dijo.
Quiero anidar una esperanza.
XXII
Ni siquiera un intento.
Nada.
No busquemos la luz
en las tinieblas,
como tampoco en el invierno
un trazo azul de golondrina.
De nada vale izar las velas
cuando el viento duerme
en su morada,
inútil roturar la tierra
cuando la lluvia es
una ilusión lejana.
No pretendamos
aspirar del aire
el dulce aliento del estío,
si ya el prado se vistió de ocre,
porque es tiempo
de dominios otoñales.
No.
Ni siquiera un intento.
Tampoco una mirada.
Ni una leve caricia.
Solo escuchemos
el lenguaje del silencio.
Y si después de su elocuencia
nada nos conmueve,
vendrá la hora
del adiós definitivo.
XXIII
Que fácil me resulta ser poeta.
Lo soy, desde que nace el sol
hasta que muere.
El primer verso me habita
cuando inauguras el día
con mi nombre, y es tu voz
un claro pentagrama
- flauta de cristal que se desgrana -
Y así, uno a uno se suceden.
Te siento poesía
cuando abandonas
mi lecho silenciosa,
y tus manos buscan encausar
el río de tu pelo, que bañan
las lunas tremulantes de tus senos.
Cuando la luz del mediodía
en el patio te sorprende, y se refleja
en la fuente infinita de tus ojos,
donde vienen a beber
pájaros de diurnas melodías.
Cuando transitas cantando
y despiertas los duendes dormidos
de la casa, como si tu cuerpo fuera,
una sonora y musical campana.
Cuando miras el crepúsculo
presintiendo ya, que la noche
nos invade, y te vuelves hacia mi
buscando abrigo,
instante en que concluyo
mi libro de poemas.
Fuente:
- Archivo de la Revista Cultural Latinoamericana
(Guturalmente hablando) “El Viento”
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