11 de noviembre de 2013

Como si fuera el fin del mundo - Luis Vilchez - Séptima experiencia literaria realizada a pulmón. Libro número quince de la Colección Libros de la Calle



Poesía

“...en la lucha social también por la semilla
se llega al fruto
al árbol
al infinito bosque que el viento hará cantar…”
ROQUE DALTON 

¿Cómo llegamos a acariciar 
la lluvia del enero? 

¿cuántos pies se necesitan 
para llegar a la cuna de tus pechos de agua?

hoy pongo la semilla 
te doy el don que la palabra brota en mi garganta

y llego al fruto
al árbol
como Roque

soy infinito como la mirada de aquel niño que fui
y aun me tiene

camino despacio 
por un país insano

busco el poema exacto
que me lleve a ser pájaro

y construyo como un nido del hornero
las palabras que matan al olvido

así 
la música camina por los árboles

y el aroma que nace de las flores
penetra en mi

es cierto mi amor:
la poesía es el infinito bosque de palabras 
que el viento hace cantar

16 / 01 / 2013





Historias Vulnerables



Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, 
se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
DE AMOR 77, JULIO CORTÁZAR, UN TAL LUCAS

Ilustración, Gustavo Díaz

Fuego

   Nadie ha visto el humo aún. 
   Nosotros recién acabamos de hacer el amor. Una rosa perfumada se acurruca en la mesa de luz y se enfrenta a nuestras miradas gozadoras. La tarde esta quieta, pero los pájaros no se olvidaron de cantar. Percibimos que un hermoso colibrí nos cuenta en cantos algo ocurrido, pero somos inconscientes de lo que esta pasando. Esperanza (mi amada compañera) se tiende una bata y se va a bañar. Con mirada picarona presiento que me invita a compartir el rito. Baboso mi ser hoy solo piensa en ella. Esos senos, ese pelo, esos ojos. Todo mío (o casi mío) no lo sé. Mojados, nuestros cuerpos entran en plena pluviosidad, ella me pide más, y yo trato de complacerla, me suplica que no pare, y soy su dicha. Por un instante siento que soy dios, pero eso es poco, no puedo ser tan necio. Ese invento de los hombres hace mucho que se olvidó del mundo y se desmitificó de mi vida amorosa. Y yo soy vuelo, revolución, delirio, memoria. Soy todo lo contrario de esa esencia que quiere preceder a mi existencia. 
   
A Esperanza se le cae el jabón y yo me enciendo contra su trasero. Mientras la fuerza se llena de ternura compartimos amor, mordiscones. Rasguñados somos una especie de batalla de besos y de abrazos. No hay nada más hermoso que este instante, nada importa, nada existe de repente, solo el acto. Ninguno quiere abandonar este juego. Ambos sabemos que cuando todo pase hay que volver a la realidad. Al acelere de las monotonías, al colectivo roto, a verle la cara a la rutina, a los niños que requieren nuestro afecto (o defecto). No, es muy injusto, no podemos ser tan bobos y parar, no lo merecemos. No. Pero todo pasa. Nos secamos, peinamos y nos cepillamos los dientes (siempre queda en la boca ese aliento gozador, que no es bueno compartir con extraños).

   ¡El humo, el humo, el humo! (grita Esperanza) ¿Eso es humo? (contestó sorprendido) y con desprecio miró por la ventana.

   En realidad ninguno quiere salir, es domingo, y este día es nuestro, nadie, ni si quiera el fuego, tiene derecho a robarnos nuestro tiempo. Pero la culpa es grande. La diosa abre la puerta y ve el incendio. El terreno de en frente se esta quemando. Lo peor es que esta lleno de chatarras, tarimas, viejas heladeras, etc.… y con la ayuda de los árboles se fortalece el fuego. Pegadito al fuego esta la casa de la familia Páez, un matrimonio de ansíanos que vive hace muy poco en el barrio. La culpa se agranda y nos da pena. Con mucho dolor emprendemos la partida solidaria hasta la casa de los buenos abuelos, a ver que se puede hacer para apagar el fuego, ya hemos postergado el rito del amor vaya a saber por cuanto tiempo (puedo asegurar que los dos estamos angustiados) pero no queremos demostrar la pena.

   Todo, absolutamente todo el vecindario viene a presenciar el acto. El fuego crece y se expande la ola de humo que nos hace toser y re-toser y nos marchita el amor de a cuajo. Por un momento tenemos la sensación de que todos nos observan. Con Esperanza nos miramos y mimamos con miradas cómplices y percibimos la misma sensación. Nadie tiene nuestro color y nuestro olor. Nadie. Somos inevitablemente: etéreos.

   Celestina, la vecina de enfrente, sale de su casa después de largos días de encierros y de rutinas (al divino botón, se le pasó la vida, pienso). Sus hijos la acompañan y no esta mal venir con un buen mate, ya que se nota que hay para rato y nunca viene mal hacer sociales. Feliciano, su marido va por unos baldes y alguna manguera. Llegan todos. El almacenero, reconoce que se había olvidado de lo que era estar en la calle con gente y se sorprende al ver como ha aumentado con el pasar del tiempo la población del barrio. Mientras tantos los abuelos tiran baldes y tratan de apagar con dos o tres vecinos el fuego con una precaria manguera. Todo es humo, en esa tarde oscura. Todo es dolor, pesar y terquedad. Son más de doscientos los ojos que miran el siniestro. Por momentos da la sensación de que nadie quiere que el fuego se apague. En realidad el barrio es aburrido y monótono, nadie tiene tiempo de hacer sociales, y por primera ves en diez años de vida parece que estamos todos. Puede verse alla a lo lejos una joven lugareña presumiendo a un muchacho con cuerpo de lobo y fingiendo espanto por el fuego. Los concejales del barrio aparecen con espíritu soberbio y comentan que presentían que esto iba a pasar y que ya habían advertido a la gente de la chatarrería que deberían limpiar y desalojar el terreno lo más pronto posible. 

   El cura, bendice el causal encuentro popular y finge conmoverse por la injusticia, aprovechando el espacio para recordar que hay que ir a misa y colaborar con la causa divina. La oportunidad es masiva y nunca falta el tiempo para publicitar horarios para que niños y grandes hagan la primera comunión y se liberen del pecado. No falta el debate. Aparece un vecino Adventista de los Últimos Tiempos y un grupo de formales y corteses Testigos de Jehová. Grito va y palabras vienen, el más coherente resulta ser el Trula (vagabundo que acaba de perder su hospedaje en la casa abandonada en el lugar del hecho) y dice a los gritos: ¡Carl Marx decía que la inquietud religiosa es al mismo tiempo la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es la queja de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo! Y tenia razón, reflexiona nuevamente.  Sabio el Trula, che. (Pensamos con Esperanza)

   No hace falta un insensato que reparte tarjetas para la discoteca y el vendedor de pan casero (entre otros). Todo se torna a una feria de ventas o un rito religioso y pagano como el de Villa de la Quebrada, en la provincia de San Luis (lugar donde vivimos). Por momentos nos miramos con Esperanza como si fuéramos dos desconocidos, somos cómplices del hecho, y también nos sentimos como sapo de otro poso. Nadie puede pasar desapercibido, todo es nuevo. Un nuevo paisaje, voces nuevas, amigos y vecinas nuevas. Pero el fuego persiste a los ojos de todos. Todos aparentemente se asustan. Comienzan las molestias en los ojos y todos tosen, porque también hay molestias en las gargantas secas. Todos. Todos son un molesto coro de babuinos. 
   Sorprendidos, algunos preguntan si hay muertos. Quizás ese hecho agrave la situación pero si hay sangre hay más suspenso y así nadie se querrá ir del populoso holocausto para encender la monótona TV, y continuar con el partido del domingo. 

   Cuarenta minutos después por fin llegan los bomberos. Los vecinos se miran de reojo y es propicio el momento para intercambiar teléfonos y planificar hacer una comisión barrial. El hecho se agrava por unas horas más y luego de apagar el fuego los bomberos exhaustos se van. Nada en el descampado. Solo chatarras quemadas. Alguien que llora y fuma uno que otro porro. Y vuela, como yo y Esperanza volábamos hace unas horas, pero en otra sintonía.

   El barrio retorna al silencio que lo caracteriza. Pueden verse las ventanas de las casas con las luces prendidas y el encendido de algun televisor (algo hay que quemar, aunque sea las neuronas).

   Esperanza prepara la tarea del lunes, ya llagaron los niños. Mi suegra y mi nuera vienen a quedarse a dormir. Me aparto y me apropio del silencio y voy a regar el pasto. Me pongo los anteojos y el sombrero.

   La felicidad es corta. La paz dura lo necesario como para seguir soportando este mundo. Soy demasiado insensato como los del barrio. Como vos. Como el bendito sexo. Que se acaba.

Ilustración, Brenda Opaso